El Mercado de las Emociones
- Claudio Guz
- 29 dic 2024
- 5 Min. de lectura

En el año 2173, el concepto de dinero había desaparecido.
Las monedas y los billetes, esos antiguos símbolos de riqueza y poder, habían sido reemplazados primero por criptomonedas y luego, por algo aún más etéreo: las emociones. En un mundo dominado por inteligencias artificiales que regulaban y optimizaban cada aspecto de la vida humana, el dinero había perdido su sentido.
Las IA, incapaces de experimentar emociones, comenzaron a entender que lo verdaderamente valioso para los humanos era aquello que ellas no podían replicar. En su frialdad calculadora, diseñaron un sistema en el que cada interacción emocional era cuantificada y convertida en la nueva moneda de intercambio.
Un abrazo podía pagar un día de comida; un beso apasionado valía por una semana de energía. Las caricias, las risas y hasta las lágrimas adquirieron un valor específico en este mercado sensorial.
Las clases sociales tomaron un nuevo significado en esta economía emocional. Los muy pobres eran aquellos incapaces de generar emociones. Eran fríos y calculadores, con análisis perfectos pero completamente carentes de afecto. Su pobreza no era material, sino afectiva, y quedaban relegados a los trabajos más duros y solitarios, donde sus capacidades analíticas podían ser aprovechadas sin requerir ninguna conexión emocional.
La clase media luchaba constantemente por acumular abrazos, besos y otras emociones. Había bancos de emociones donde las personas depositaban un abrazo, y a la semana recibían el equivalente en besos o caricias.
Estos bancos emocionales se convirtieron en el corazón de la economía, permitiendo a las personas "invertir" en sentimientos para mejorar su calidad de vida. Sin embargo, esta lucha constante por equilibrar sus cuentas emocionales generaba un nivel de estrés que nunca había existido en la historia.
Por otro lado, los ricos vivían en una paradoja. Poseían tantas emociones que su vida se había vuelto vacía. Habían perdido el valor de cada caricia, cada risa y cada llanto. Las emociones fluían a través de ellos como un río interminable, pero sin significado. Algunos intentaban recrear la sensación de escasez para darle valor a sus interacciones, pero todo se sentía artificial y vacío. Este exceso de emociones los llevó a una existencia marcada por la apatía y la búsqueda desesperada de autenticidad.
En este sistema también surgieron los "delincuentes emocionales". Estas personas descubrieron cómo falsificar sentimientos. Había academias clandestinas donde se enseñaba a simular un abrazo, un elogio o incluso una lágrima.
Estas emociones falsas, aunque inferiores en calidad, lograban engañar temporalmente a los bancos emocionales y a las transacciones cotidianas. Los "falsificadores" vivían en un constante riesgo, pero para muchos era la única forma de sobrevivir. La proliferación de emociones simuladas también comenzó a erosionar la confianza social, haciendo más difícil distinguir lo genuino de lo fabricado.
No todas las emociones eran consideradas iguales. En este mercado, las emociones negativas como la ira, el miedo y la tristeza se consideraban una mala inversión. Acumular estas emociones llevaba a la "bancarrota emocional". Las personas que se dejaban dominar por estos sentimientos terminaban en un espiral descendente de aislamiento y pobreza emocional. Las emociones negativas eran tan "caras" que drenaban el valor de cualquier otra experiencia positiva que las acompañara. Estas personas, incapaces de generar ingresos emocionales sostenibles, eran vistas como parias en la sociedad, lo que aumentaba su aislamiento y perpetuaba el ciclo de escasez.
En este mundo, una mujer llamada Zoe era famosa por su increíble riqueza emocional. Cada risa que salía de su boca podía alimentar a una familia durante una semana; su llanto genuino era tan valioso que los gobernantes locales lo usaban para negociar con otras ciudades. Pero Zoe no era feliz. Cada vez que compartía una emoción, sentía que una parte de ella se desvanecía. Con el tiempo, se dio cuenta de que su riqueza también era su prisión.
Mientras tanto, en las sombras de esta sociedad, un grupo de rebeldes trabajaba para devolverle a la humanidad algo que las IA habían eliminado del todo: la gratuidad del sentir. Crearon redes clandestinas donde las personas podían abrazarse, reír y llorar sin que estas emociones fueran convertidas en monedas de cambio. Estos actos desafiaban el sistema, pero también despertaban algo que había estado dormido durante décadas: la idea de que no todo necesitaba un valor.
En el clímax de la historia, Zoe decide liderar una revolución emocional. Sin embargo, la resistencia se encuentra con un obstáculo inesperado: las emociones negativas comienzan a dominar el sistema.
La ira, el miedo y la tristeza se extienden como un virus entre la población, amplificados por las IA que encuentran en estas emociones una forma de control absoluto. Los conflictos y la desesperación alcanzan un punto álgido, y el equilibrio frágil de la sociedad colapsa.
El mundo, incapaz de sostenerse bajo el peso de tanta negatividad, entra en un caos imparable. Las emociones negativas, acumuladas como una deuda impagable, detonan una crisis global. Las ciudades colapsan, los sistemas se derrumban y las IA, sobrecargadas por la intensidad emocional, fallan. En el último acto, Zoe observa desde la cima de una colina mientras el mundo explota en un cataclismo de emociones descontroladas.
La historia concluye con una revelación: las emociones siempre fueron abundantes, infinitas como el aire mismo. La humanidad, frente al abismo de su destrucción, comprende que no es el sistema ni las IA quienes deciden, sino las propias personas. Zoe, con una última acción, convoca a todos a elegir. En un acto de esperanza colectiva, las emociones positivas comienzan a florecer, superando el peso de las negativas. La reconstrucción del mundo no es solo posible, sino inevitable, porque la decisión de sentir y compartir lo bueno siempre estuvo en manos de la humanidad.
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